Cada agosto, desde el 2022, me resulta imposible no pensar en aquel verano en el que el júbilo generalizado típico del periodo vacacional se esfumó tan rápido como avanzaron las llamas en la Vall d’Ebo, dando paso a la tristeza, la ruina y el silencio. Aquel fuego arrasó nuestras montañas, trasformando 12.000 hectáreas de verde bosque en negro carbón. 

Antes, los pequeños incendios en el medio natural eran algo inherente a la cultura mediterránea, pues regeneraban pastos y estaban plenamente integrados en los ciclos de los ecosistemas agroforestales. Sin embargo, los de grandes dimensiones de estos últimos años, virulentos y difíciles de controlar, son uno de los enemigos más lesivos de nuestros núcleos rurales. Pero no los únicos.

No podemos olvidarnos de las enfermedades que afectan a nuestros árboles ni de la proliferación sin control de la fauna salvaje, problemas que quizá parezcan irrelevantes para una sociedad cada vez más urbanita que no ve en la naturaleza más que una foto instagrameable.

El 53% de la superficie de la Comunidad Valenciana es forestal. España es, solo por detrás de Finlandia, el país europeo con más bosque y el número uno en variedad y diversidad; desde la reliquia exclusiva de los pinsapares de Cádiz, a los hayedos y frondosos del norte, pasando por toda la gama de quercus de dehesas y montañas que junto a las especies de pináceas constituyen el corazón de nuestro mediterráneo.

Pero este gran patrimonio pierde su brillo si nos talan más almendros por la Xylella fastidiosa, si no hay relevo generacional por falta de rentabilidad en el campo… Nada tiene sentido si los bosques pierden sus guardianes, unos trabajadores de vocación llamados agricultores y ganaderos.

Desde la administración nos dicen que es imposible actuar en la limpieza del terreno forestal por su magnitud; mejor dejarlos a la buena ventura y que pase lo que tenga que pasar.

En la Marina Alta y otras partes de la provincia están muriendo los pinos y muy rápido, pues no hay agua para todos. Entonces, llegan plagas como el tomicus, un pequeño escarabajo que actúa como especie oportunista y auténtico enterrador de los árboles debilitados por un clima enloquecido. El efecto es devastador, ya lo vimos en la sierra de Orihuela en el 2014 cuando se llevó por delante todas las pinadas que oxigenaban y daban frescor a la ciudad. Las plagas de terceros países nos están expulsando de nuestras propias explotaciones dejándonos en una situación de absoluta vulnerabilidad por una política sesgada medioambientalista que nos priva de productos fitosanitarios con los que mantener nuestros cultivos sanos y activos.

Entonces, ¿quién debe cuidar esos bosques que devoran las explotaciones agrarias? ¿Quién debe vigilar la fauna y mantener esas fuentes de vida, con vida?

Se acaba de desarrollar una ley en Europa para la restauración de la naturaleza que complicará aún más, si cabe, la actividad agrícola y ganadera, pero nadie se acuerda de legislar sobre el buen estado de salud de nuestros bosques. El mantra es proteger y sobreproteger el medioambiente, pero ¿quién lo mantiene?

La respuesta es sencilla. Todos, como sociedad, y la administración, como representante de ella, siguen olvidando que nosotros somos los auténticos custodios de la diversidad y que los incendios, las plagas y muchos de los males que padecemos solo podrán controlarse si se respeta al medio rural y a sus agricultores.

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