A nadie se le escapa que estamos viviendo un momento histórico en cuanto a las consecuencias del cambio climático en su concepción más rigurosa, sin tintes ecologistas ni políticos. Nuestro mar se calienta un 20% más rápido que la media mundial. Las estaciones han dejado de ser estáticas para sorprendernos, cada vez más, con intensas granizadas que devastan campos en tan solo diez minutos o picos de calor que elevan el mercurio a 31 grados en pleno mes de marzo, achicharrando granadas o limones antes de que puedan ser recolectados.
Este escenario puede influir de diferentes maneras según el territorio y los sectores productivos que allí se desarrollan. Nuestra provincia ha sido bendecida con casi 3.400 horas de sol o, lo que es lo mismo, más de 300 de los días que tiene un año. Esta benignidad de nuestro clima nos permite, a priori, cosechar toda clase de frutas y hortalizas para proveer de alimentos saludables, seguros y de calidad no solo a zonas de nuestro país donde predomina el frío y el cielo se torna gris, sino también a otros del continente europeo que solo pueden conseguirlo mediante rebuscados sistemas que cuestan un dineral porque no les viene dado de forma natural.
Sin embargo, en el Mediterráneo tenemos un grave problema que ensombrece este “porvenir” y propicia un ambiente de incertidumbre que penaliza a los agricultores. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ha elegido este año el eslogan “El agua es vida. El agua nutre. No dejar a nadie atrás” para conmemorar el Día de la Alimentación. Esto nos viene a recordar la importancia de este recurso para el desarrollo de la vida, concebida como una gran cadena donde la agricultura, como fuente de alimentos, se ve afectada por la escasez de agua, siendo los pequeños productores uno de los colectivos más perjudicados por la falta de una gestión y planificación hídrica estable, sin olvidar la repercusión que esto acaba teniendo en el consumidor más vulnerable.
Este sinsentido no parece ser una prioridad entre los políticos, sino más bien al revés. Nos imponen unas políticas agrarias europeas que castigan la productividad, que nos hacen menos competitivos. Promueven leyes que sin justificación sanitaria prohibirán el uso de más del 50% de fitosanitarios solo por conseguir una cifra que contente a los falsos ecologistas de bandera. Nos privan del aporte hídrico que glorificó al Levante español por decisiones sin criterio técnico, pero lo importante, donde quiero llegar, es que cada vez más dependemos de terceros países para nuestra alimentación. Sin ir más lejos, la campaña pasada se importaron más naranjas que nunca, porque nuestros campos producen menos y porque las normas que aquí se imponen son mucho más estrictas, fomentando el abandono por falta de rentabilidad.
Entonces, nos tenemos que hacer a la idea de que llegan frutas con enfermedades y pesticidas de dudosa seguridad, que podrían incluso perjudicar nuestra salud, por lo que aprovecho esta efeméride para insistir en que si somos valientes para pelear por el sector primario español y por el agua que riega nuestros campos, podremos consolidarnos como esa Huerta de Europa y tendremos libertad a la hora de satisfacer nuestras necesidades alimentarias. De lo contrario, comeremos lo que nos den y no lo que nos apetezca.
Por eso es urgente y necesario cambiar el rumbo y recuperar de una vez por todas, sin titubeos, el camino hacia la soberanía alimentaria. Y esta requiere, sí o sí, un pacto único, solidario y equitativo por el agua y por la agricultura, un pacto nacional por la soberanía alimentaria. Porque sin regadío no hay agricultura, sin agricultura no hay comida, y sin comida ya saben… se desvanece la vida.