Nadie puede poner en duda que somos un sector esencial para el desarrollo de la vida y la sociedad. Estamos presentes cada día en la mesa de todos los hogares europeos, hecho que, a priori, debería apreciarse como un verdadero privilegio que nos enorgullece como nación. No en vano somos la huerta y despensa de Europa; cuando en muchos países aprieta el frío, en el Mediterráneo tenemos la suerte de contar con las horas de sol suficientes para sacar adelante cultivos de calidad que nos alimentan a todos.

Sin embargo, el vaso lleva bastante tiempo desbordado y hace aguas por todos lados. Nuestra actividad, y hablo del sector agrario español y europeo en su conjunto, no tiene más músculo para soportar los desprecios que llevamos recibiendo durante los últimos años. Nos sentimos olvidados, nos sentimos invisibles ante una Bruselas inaccesible que decide por nuestras producciones atendiendo a las presiones de una plaga de influenciadores con el foco puesto en políticas alejadas del bien común. Por un lado, están los ecologistas extremos que, como el parásito que se alimenta de su hospedante, tiene como único fin conseguir aquello que solo a él le beneficia. Para nosotros, los agricultores y ganaderos, esto se traduce en políticas ambientalistas llevadas al extremo. Por otra parte, tenemos los grandes intereses económicos que nos utilizan como la moneda de cambio fácil para obtener otros fines, a través de tratados comerciales con terceros países que nos empujan a la ruina, incluso a costa de la salud de los ciudadanos.

En la lucha por la supervivencia del sector primario europeo no sobra nadie, por mucho que se oigan gritos de espontáneos que al albur de la desesperación buscan su momento de gloria. No están de más. Como tampoco sobran los políticos que nos representan en las instituciones, que aquí tienen mucho que decir y que hacer, ni lógicamente las organizaciones agrarias, cuyo fin es reivindicar y representar para materializar soluciones.

Y justamente de esas soluciones vengo a hablar. Cortar polígonos es un grito desesperado de auxilio, un acto de sacrificio que debe ser valorado. Pero después viene otro camino, el de la negociación, cuya única vía posible es el rigor y la fuerza que da la unión de todo el sector.

El campo agoniza y hemos tenido que tocar fondo para que todo el mundo sea consciente de que no podemos seguir sin rentabilidad, de que si no nos escuchan perdemos todos. Nuestra misión es que se sepa que a pesar de nuestras múltiples heridas, seguimos en pie. Que estamos jodidos, pero vivos. Cada vez somos menos, sí, pero los que estamos queremos trabajar con dignidad y con miras a un futuro mejor y que los jóvenes vean el campo como un proyecto de futuro.

El agro estalla de razones para buscar que esa compresión social fruto de las manifestaciones se traduzca en leyes ecuánimes, en decisiones firmes que aporten luz a nuestra oscura situación. Por eso, el próximo 16 de febrero, las organizaciones agrarias de la Comunidad Valenciana, mano a mano, haremos rugir nuestros tractores por las carreteras y autovías de la provincia. Para demostrar, sobre todas las cosas y desde la unidad de acción, que la profesión agraria se merece respeto y dignidad, y que Europa debe saber que es la hora de las soluciones.

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