En las cuencas mediterráneas nos enfrentamos al gran desafío de adaptarnos a un clima extremo, tanto en temperaturas como en precipitaciones. A ello hay que sumar que somos una sociedad cada vez más urbanita en la que el asfalto está ganando terreno al barbecho. En la que cada vez hay más leyes que cumplir, pero menos sentido común para su cumplimiento. Sin embargo, se da la paradoja de que las grandes ciudades y las mejores tierras de cultivo se sitúan en zonas con alto riesgo de inundación. No de ahora, sino desde la prehistoria, desde que el hombre dejó de ser nómada.
Este año que termina será recordado como el de la gran DANA que arrasó Valencia. No la ciudad, sino toda la provincia y aún más. Indudablemente, los datos son escalofriantes: más del 30% de los ciudadanos valencianos han resultado gravemente afectados, siendo el 17% de la Comunidad Valenciana y el 2% de todo el Estado. Si esto no es una emergencia nacional, que me digan lo que es.
Alguien ajeno a nuestra tierra puede pensar que no tiene lógica lo del 29 de octubre: mientras en Valencia era un día cualquiera en el que sales del trabajo, del médico, de tomarte un café o de recoger a los niños del colegio, a centenares de metros sus vecinos perdían la vida arrastrados por un tsunami de cañas, troncos, lodo y agua. Parece complicado, pero es muy fácil de entender. La diferencia entre el vecino que pasaba el día con normalidad y de los ciudadanos que perdieron todo, incluso su propia vida aquella fatídica tarde, se llama obra hidráulica. No hay otra. Valencia está blindada ante riadas, pero los pueblos están indefensos ante un escenario meteorológico cada vez más hostil.
El agua es fuente de vida, pero en nuestra tierra también origen de muerte y destrucción. No de ahora, de siempre. La balanza que determina si el agua es vida o muerte está en nuestra mano, en nuestra capacidad de convivir en los espacios que por orografía le corresponden al agua, pero que hemos ocupado como sociedad cada vez más urbana. Si no fuese por las muertes que este recurso hídrico provoca, cuando oigo decir a politicuchos que hay que renaturalizar los cauces con “infraestructura verde”, me entra la risa. Pero se me pasa rápido, y pronto siento pánico.
La que hasta hace unos días fue Ministra de Transición Ecológica, en 2011 informó favorable el impacto ambiental de unas obras hidráulicas vitales para los municipios arrasados por la DANA, el problema es que en 2021 las denegó porque “no eran rentables”. Ahora, en su equipaje para ocupar el cargo de vicepresidenta de la Comisión Europea lleva 223 esquelas mortuorias como recuerdo de su gestión. Casi nada.
Vivimos en una tierra rica y bondadosa, pero también extrema por el poder destructivo del agua. Hacen falta bosques y plantas que amortigüen su vigor erosivo, pero 500 litros por metro cuadrado se llevan la infraestructura verde de los cauces al mar, y con ella vidas y bienes. ¿Qué hubiese sido de Orihuela aquel 12 de septiembre de 2019 si la presa de Santomera no hubiese retenido 20 hm³ de agua? ¿Qué hubiese pasado de no haber existido la presa de Forata que retuvo 37 hm³?
El 2024 lo recordaré como el año en el que pasamos diez meses luchando contra la sequía, y dos contra el lodo y el barro. Y para culminar, la Unión Europea cierra un acuerdo que deja a los agricultores y ganaderos indefensos ante la entrada masiva de productos del Mercosur, que como ya saben no cumplen las normas que tenemos aquí, ni mucho menos cumplen los estándares de calidad.
Pese a todo, me gustaría rememorarlo como ese en que la sociedad por fin comprendió que las obras hidráulicas de regulación de ríos y ramblas son fundamentales. Que cuando el denostado -por los ecologistas- color gris del hormigón se usa para dosificar el agua se trasforma en una gama multicolor que tiene por nombre vida y bien común.
José Vicente Andreu, presidente de ASAJA Alicante