La Unión Europa se creó para proporcionar un marco de estabilidad y seguridad a sus estados miembro. Con el paso del tiempo, los efectos de la globalización y el ambientalismo radical han ido avanzando hasta dejar en un segundo plano el gran valor que algún día tuvo la soberanía alimentaria o, lo que es lo mismo, el derecho que la sociedad tiene sobre consumir frutas, hortalizas, leche y carne asequibles y de calidad. Prueba de ello es que la agricultura y la ganadería se han ido convirtiendo en la moneda de cambio de todos los acuerdos comerciales de Europa con otros países del mundo. Alianzas que buscan vender tecnología e industria con la condición de que puedan entrar libremente productos hortofrutícolas por nuestros puertos sin cumplir las normas que la propia Bruselas nos impone a los productores europeos. El colmo de la hipocresía que podría resumirse en que lo que se importa desde fuera de la región no cumple con las normativas internas de la propia región, que exige estrictos requisitos sanitarios.

Hace tan solo unos meses, ese hartazgo estallaba en forma de protestas por todo el continente; el sector en bloque salió a la calle a gritar que necesitamos un cambio urgente que permita la viabilidad de las explotaciones en España y Europa. Los agricultores sentimos que nos imponen una serie de obligaciones sin pisar nuestros campos, sin conocer esa realidad que cada vez se torna más complicada con el agravante de una sequía voraz que arrasa cultivos sin compasión.

El próximo 9 de junio, todos los ciudadanos estamos llamados a las urnas para elegir a los diputados que tendrán voz y poder en el Parlamento Europeo. Poca broma si tenemos en cuenta que son varios los obstáculos que estamos sorteando en esta última legislatura. Nos jugamos mucho. Y no solo quienes trabajamos en el sector agrario, sino toda la sociedad. Quien lea estas líneas debe saber que podemos acabar siendo títeres de dirigentes que sigan poniendo en jaque la procedencia, la calidad y la seguridad de nuestra alimentación.

Más inquietante, si cabe, es saber que algunos de los candidatos ya han demostrado sus desafortunadas intenciones. Es el caso de la actual ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, quien en el desempeño de su labor ha impuesto unos planes ideológicos -que no hidrológicos- del agua contra los dictámenes del mismísimo Consejo de Estado, sembrando la discordia entre las distintas cuencas. Su arbitraria gestión no ha hecho más que agudizar los problemas hídricos de este país, prueba de ello es que la segunda capital, Barcelona, está seca únicamente por la inacción del Gobierno actual en el que ella misma tiene un peso descomunal.
Pero su obsesión por dañar la agricultura va a más y todo el mundo debería saberlo. Ahora, siguiendo con una larga retahíla de su poco rigurosa hoja de ruta, pretende impedir avances tecnológicos en el control biológico de graves plagas como el cotonet, importada de Sudáfrica, y que provoca actualmente pérdidas millonarias para nuestros citricultores.

El futuro que viene me preocupa. Las movilizaciones motivaron ciertas flexibilizaciones por parte de Bruselas en la Política Agrícola Común (PAC), pero no hay una estrategia en firme que nos haga creer que van a tratarnos como un sector estratégico, sino más bien todo lo contrario. Existe un sentimiento compartido que espera que ese ruido se traduzca en un nuevo mandato con más atención a la rentabilidad agraria y protección de la agricultura mediterránea, que en definitiva no es ni más ni menos que la defensa de los alimentos de calidad que producimos.

A pesar de que los comicios europeos susciten menos interés mediático que los autonómicos o nacionales, la expectación no hace justicia a su verdadera relevancia. Me atrevo a afirmar que estamos ante una gran oportunidad para demostrar que queremos una Europa de la que nos sintamos parte, una Europa que nos represente. Tenemos en nuestra mano un voto tan valioso que nos permitirá decidir, nada más ni nada menos, qué es y de dónde viene lo que vas a comer.

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