En los últimos 150 años, la Comunidad Valenciana se ha consolidado como la punta de lanza del desarrollo agrícola del país. Nuestra fértil huerta ha alimentado con frutas y hortalizas frescas a otros territorios nacionales y europeos castigados con condiciones climáticas hostiles que complican el desarrollo natural de la agricultura.
Las fecundas vegas y la herencia de los romanos en el aprovechamiento del agua de los ríos Júcar y Segura han constituido la base para ese avance, que ha ido acompasado de un crecimiento económico y social con repercusión directa en el conjunto de la sociedad. Prueba de ello es el Tribunal de las Aguas de la Vega de Valencia, la más antigua institución de justicia existente en Europa, o el Juzgado de Aguas de Orihuela y el de Callosa de Segura, con casi 700 y 500 años de trayectoria, respectivamente. Resulta muy significativa la creación de dichos modelos, entidades basadas en fundamentos democráticos incluso antes de que existiese la democracia en España, que han hecho del buen uso y el manejo del agua una pieza clave para el porvenir de nuestra Comunidad.
Con ello, la historia nos enseña la gran relevancia del buen funcionamiento del binomio tierra-agua. El mejor ejemplo es el espectacular crecimiento del sur de Alicante por el aporte hídrico que nos llegó a través de los canales del Trasvase Tajo-Segura. Agua que glorificó al Levante español y sacó a España del subdesarrollo. Hoy por hoy podemos afirmar que la prosperidad del campo alicantino llegó de la mano de esas tuberías y del aprovechamiento y gestión que nosotros, los agricultores, hemos aprendido a hacer de ellas.
Pero como ocurre en todos los ámbitos, la vida evoluciona y aparecen nuevos elementos en el tablero con los que hay que aprender a jugar. La importancia estratégica de lo que hasta ahora era incuestionable ha empezado a difuminarse y resulta que los herederos de quienes idearon esa planificación hídrica del país han empezado a apuntar en dirección contraria. Menosprecian el legado de sus antecesores y apuestan por otros valores contradictorios con sus propios principios por imposiciones políticas que están por encima de la ciencia y la técnica. Y claro, esto está teniendo unas consecuencias que hacen tambalear nuestra actividad por falta de voluntad o voluntad mal encaminada.
Y para más inri, al gravísimo lastre que supone la ausencia de una gestión hídrica estable hay que sumarle otro igual de importante: la proliferación de minifundios en la Comunidad Valenciana, fincas agrícolas de extensión muy reducida que dificultan su explotación. Por desgracia lideramos el ranking nacional y probablemente también el europeo en abandono de tierras, con la friolera de 35.000 hectáreas de cítricos dejadas a su suerte en tan solo diez años y un importante retroceso en nuestros principales cultivos. ¿Pero, qué hay detrás de esto? Muy simple, que la rentabilidad agraria se ha vuelto prácticamente inviable en explotaciones tan pequeñas, y ya sabemos que sin ingresos, el campo se queda vacío.
Los minifundios valencianos, que durante mucho tiempo estuvieron considerados como la forma óptima de distribución agraria por su carácter social, no arrojan cifras alentadoras en el presente. Somos líderes en tierras abandonadas, en envejecimiento de población agraria y en falta de incorporación de jóvenes.
Por ello, es urgente reformar la Ley de Estructuras Agrarias de la Comunidad Valenciana con el objetivo de aumentar el tamaño de las explotaciones -por permutas o fusiones- que nos hagan ganar en competitividad; pues el rápido avance de la mecanización, el encarecimiento de la mano de obra y la globalización del mercado agroalimentario nos empujan a adaptarnos sin preámbulos. Es innegable que una superficie agraria mayor contribuirá a sobrellevar mejor los altísimos costes que desafían a la producción agraria.
Así las cosas, agua y minifundio son las dos espadas de Damocles de la agricultura valenciana, problemas estructurales que, unidos a una retahíla de despropósitos como la competencia desleal de terceros países y las plagas que castigan nuestros cultivos, sin olvidar las injustas leyes que nos impone Bruselas, nos está haciendo perder peso en el conjunto del sector agrario del país.
No se puede cultivar sin agua ni se puede mantener una actividad que no es rentable. Estamos ante dos asuntos que requieren urgencia, rigurosidad y firmeza por parte de nuestros políticos, que tienen que poner el foco en ese productor, en ese agricultor o ganadero que se esfuerza a diario para abastecer de productos de primera necesidad a la población.
¿Acaso tendremos que esperar a ver la desaparición de nuestra huerta, la Huerta de Europa, para lamentarnos después por la entrada de productos sin control sanitario o a que nos quedemos sin la base fundamental de nuestra dieta mediterránea? Ha llegado el momento de favorecer el desarrollo y expansión de las explotaciones con decisiones avaladas por leyes justas. Aún estamos a tiempo. El momento de actuar es ahora.